En casa de los Samsa

RELATO

Fue precisamente en el último año de bachillerato cuando por petición de un buen maestro de literatura llegó a mis manos un descuadernado libelo, una edición de la Biblioteca Clásica Contemporánea de Losada en cuya portada aparecía esbozado un escarabajo y más arriba un rótulo con la palabra “Metamorfosis”.

La primera impresión al detenerme en la cubierta no fue impactante, pese al asco que desde niño he sentido por las cucarachas y, en general, por todo lo que se clasifique como insectum; simplemente pensé que se trataba de un texto de biología, y desprevenidamente me introduje en aquel escalofriante relato.

A poco de llegar a la primera página me sentí tomado por la solapa y arrastrado hacia una pequeña habitación en cuya cama yacía patas arriba un inmenso y desagradable coleóptero y que decía llamarse Gregorio Samsa, que hasta el día anterior se trataba de un joven vendedor de telas de Praga, y que ahora, con todas sus fuerzas se rehusaba a regresar al trabajo, pese a las circunstancias apremiantes de su familia.

En este cuartucho permanecí cuatro meses equivalentes a una pesadilla de varios años, dadas las horrendas situaciones que el señor Gregorio y yo tuvimos que soportar gracias a las repetidas visitas del supervisor de la empresa, los improperios de su viejo y frustrado padre, las angustias silenciosas de su dulce madre, la fatiga y odio de su hermana, además de la impertinencia de inquilinos y de criadas.

Allí, al lado de Gregorio en esa pequeña habitación de unos pocos muebles y una ventana que daba hacia un paisaje de lluvia sin parar me encontraba engrillado al episodio que allí se desataba; página por página, día tras día, momento tras momento acompañando la tragedia de aquel hombre que huía de sí mismo, sus evocaciones, su dificultad para desplazarse, el rígido caparazón y sus frágiles y delgadas patas.

Pero llegó y tuvo que darse el momento en que el afuera irrumpiera contra el adentro en aquella desdichada morada. Tan solo una puerta franqueaba aquellos dos mundos: el de la afligida familia, espoleada por el delegado de la fábrica y el de la habitación que escondía la monstruosidad. Yo tomé partido por la segunda y me apertreché contra la puerta para impedir que ésta girara entre los goznes y se destapara el horripilante sarcófago; no podía permitir que su familia tuviera entre sus ojos tal monstruosidad; pero fue el mismo insecto quien con sus mandíbulas diera vuelta al picaporte para ofrecer lo poco que le quedaba de humano; ambos quedamos suspendidos entre el quicio y el dintel.

Allí se inició mi parcial liberación. Tímidamente podía moverme por todos los espacios familiares, aunque cargando ambas cruces y repartiendo la razón de un lado y del otro; tan pronto Gregorio volvía a su caparazón, yo iba con él y cuando salía de su cuarto, lo vigilaba en su deslizarse por paredes, peldaños y vidrieras.

Poco a poco la familia fue acumulando el pus de sus odios, y su estallido terminó con el golpe de muerte por las propias manos de su padre; luego vendría el desalojo por parte de su adorada hermana, en donde extrae de su agujero los últimos vestigios que le quedaban de lo humano, y finalmente el mero caparazón enredado entre las fibras de una escoba.      

Hoy, después de muchos devenires inciertos de la vida, con igual fuerza con la que los seres humanos deseamos regresar a la caverna, añoro aquel escondite de Gregorio Samsa. Al igual que él me veo dentro de un caparazón que bate sus frágiles patas en el aire con la impotencia de alcanzar algo real entre mis manos.

Guardo la esperanza de que en algún momento, una criada aparezca en el dintel con su escoba recogiendo los capachos.

Juan Manuel Pérez

    (abril, 2018)