Darwin y su famosa nariz

Nadie pone en duda el papel del caballo en la vida de nuestros antepasados, primero como recurso alimenticio, más adelante en calidad de fuerza de trabajo en las labores agrícolas, en el servicio de montura de guerrero, y en las prestezas deportivas, tal como lo vemos hoy en las monumentales pistas hípicas en donde un caballo “se adjudica por nariz una copa”, según se expresa en el argot de estas fustas.

En los tratados de anatomía de los perisodáctilos se registra que poseen dos narices, una falsa y otra real; también en la historia  humana  se habla de personajes famosos con nariz falsa como la del señor Michael Jackson la cual echaron a perder los galenos durante la autopsia, y que según el diario The Mirror (Domingo, 26 de julio de 2009) determinó que el Rey del Pop llegara a la otra vida exhibiendo sus coanas destapadas, pese a que en su armario dispusiera de seis narices postizas, como queriendo superar a las babosas, moluscos que  poseen cuatro. Y aunque las comparaciones son infames digamos que muchos preferirían gastarle tiempo al apéndice por el que cambió la vida —al fiado— Sergio Stepansky, en el poema del maestro León de Greiff: “Por las perlas que se bebió la cetrina Cleopatra o por su naricilla que está en algún Museo”.


En la literatura se destaca el caso del mayor Kovalev quien “se digna perder su nariz”, y que misteriosamente termina en la cocina del barbero Iván Yákovlevich. Según Gogol, aquél apéndice recorre la ciudad de San Petersburgo, y hace apariciones extrañas, en templos y en bares distinguidos, disfrazada de Consejero de Estado.  

Hubo una nariz verdaderamente histórica que perteneció a un hombre que vivió en el primer decenio del siglo XIX en un pequeño pueblo al oeste de Inglaterra. Era hijo de un médico reconocido en toda la región, no sólo por sus conocimientos, ser miembro de la Royal Society sino además por haber cargado hasta la muerte una monumental barriga de 150 kilos, más el peso de la total responsabilidad de cinco hijos, por causa de la muerte temprana de su señora esposa.

La naturaleza, algunas veces es  enerosa y equilibra las cargas, y así fue que esta vez tuvo piedad con la familia de Robert Waring. Sus dos hijas y el primogénito varón correspondieron muy virtuosamente a los deseos paternos de formación; pero su segundo hijo ocupó el puesto de oveja negra, dado que no atinaba dirigir su nariz hacia los aromas de la ciencia: varios años en academias de historia y autores clásicos, otros más en escuelas de griego y latín, y otro tanto en sinagogas no eran suficientes para despertar el interés del joven. En lugar del sendero de las letras prefería caminar por el campo cazando mariposas y cuanto bicho o guijarro alcanzara a ver sus ojos.

Un esfuerzo más del doctor Robert para que su hijo husmeara sus pasos en la ciencia, consistió en enviarlo a la Universidad de Edimburgo con el fin hacer de él el heredero de sus conocimientos médicos. Lo único que obtuvo fue que Charles se confinara en el museo universitario para coleccionar piedras y embalsamar animales. Su novia incluso, haciendo derroches de seducción trató primero de llevarlo hacia su seno de amor para luego mostrarle las esclusas de la anatomía humana, pero la terca nariz del novicio prefirió en calidad de sabueso perseguir gusarapos en los caminos.  

Luego de este nuevo desengaño paterno, un amigo de la familia, el reverendo Stevens Henslow, que otrora había sido profesor de Charles, casi que a rastras se lleva al muchacho para un viaje por el norte de Gales con el fin de que pudiera observar y coleccionar otras alimañas y objetos de la naturaleza. Allí lo motiva con los encantos de la geología, por ese mundo de los fenómenos de la geografía física, del otro mundo que yacía bajo sus pies, y es allí donde se detona la latencia científica del joven Charles Darwin.

De regreso al hogar, el embrionario explorador tenía agotados a familia, amigos, parroquianos, vecinos y allegados, con sus crónicas de viaje haciendo uso de sus habilidades histriónicas para pormenorizar cada experiencia, cada hallazgo, cada muestra; y aun así, aquéllos guardaban un pequeño recodo de silencio en donde dejaban alojada una inquietud por causa de sus iterativos fracasos.

Las crónicas de aquella experiencia que aún no se agotaban fueron enmudecidas por un sobre cerrado que fue entregado cortésmente a su señor padre: su remitente, el  reverendo Stevens Henslow, y su destinatario: el Joven Charles. Era un ofrecimiento que los dejaba verdaderamente sin palabras: un viaje a Tierra de Fuego, en carácter de naturalista, a bordo del Beagle, buque hidrográfico inglés, al mando del capitán Charles Fitz Roy vicealmirante de la Marina Real Británica

Una invitación de tal magnitud significaba estar dos años fuera del país y sin salario, para un jovenzuelo de 22 años, soltero y sin novia. Esto horrorizó a la familia y se opusieron rotundamente a tal consentimiento. No obstante, Darwin viajó a Londres para visitar a Firz Roy  quien daría la última palabra en calidad de capitán del navío y quien esperaba contar, en la trascendental expedición, con un hombre de la talla de Alexander Von Humboldt.

El encuentro transcurrió una mañana fría del mes de septiembre, cuando un viento áspero se metía por los ojos del Capitán hasta dejarlos rojizos y vidriosos, y fue precisamente esta mirada la que colisionó con una obtusa nariz, descornetada, destabicada y aplastada contra su propia cara, y que se abría paso desde el seno  frontal hasta el maxilar inferior si no fuera por la tímida boca del postulante a naturalista.

La decepción de Firz Roy fue infinita. Como muchos contemporáneos era un estudioso de la frenología,  pseudociencia desarrollada alrededor del 1800 por el neuroanatomista alemán Franz Joseph Gall,  la cual sostenía que la apariencia externa de una persona, sobre todo su rostro, daba razón del carácter o personalidad de un individuo, así como de las tendencias criminales y sexuales. De esta manera, la fisiognomía y la frenología tenían bien caracterizada la nariz de un hombre de ciencia: grande y encorvada como la cerviz de un potro salvaje, o en palabras de  Francisco de Quevedo, “un hombre a una nariz pegado”.

La embarazosa situación que el joven entrevistador tenía entre manos era la espinosa tarea de determinar  el tipo napia que ahora tenía frente a la suya, y que gracias a su linaje era una narigona muy propia de las personas nobles, inteligentes, emprendedoras, autoritarias, con capacidad de determinación y de realizar proyectos en grande. Hacia las categorías menos favorecidas podría mirarse las narices hermosas como la Celestial, la Griega y la Romana, frecuente en personas afeminadas, impotentes y de poca voluntad. En la categoría vulgar clasificaban la nariz Corta que denota descuido, desinterés y poca ambición; la Aguileña de los sensuales, egocéntricos y obstinados;  la Huesuda que destaca a los individuos luchadores, optimistas, fieles y constantes; la Respingona que Indica un carácter inseguro y dudoso,  de poca autoestima y meticulosos; la nariz Chata de los inmaduros, emocionales y sensibles.  Pero, ¿dónde la frenología podría ubicar este morrillo amorfo,  desatinado y aplastado entre la frente y la boca del futuro expedicionario?

La pesada mañana del otoño londinense parecía como si se hubiera congelado en el tiempo, y como  si las  especies  se hubieran detenido en su  evolución mientras se cumplía aquel silencio doloroso. Pero no fue así; de los ojos  vivos, claros e impetuosos del joven Darwin explosionó el  deseo ardoroso  de llegar hasta el confín de la tierra, rastrear, extraer, detallar y catalogar cuanta semilla, rizoma, cortezuela, guijarro, germen y espécimen  aflorara en costas, del Pacífico, del Atlántico y Antárticus. Sus palabras  excedidas de convicción y pasión no dieron tregua al almirante Fitz Roy. Un pupitrazo fue su firma: “Sí, señor Darwin, usted es el indicado para viajar con nosotros a bordo del Beagle”.

Charles se embarcó  en Plymouth, la costa occidental de Inglaterra, y de allí navegó hacia San Salvador de Bahía y luego a Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires; seguidamente bordeó islas, costas, laderas, glaciares hasta  el Cabo de Hornos, el punto más austral de Tierra de Fuego, para luego regresar por el océano Pacifico, no sin antes serpentear el estrecho de Magallanes.  

 Un lustro estuvo este gran naturalista en contacto con los fueguinos, seres en estado salvaje, con un habla gutural, boca espumosa, barba y cabello enmarañado, completamente desnudos soportando temperaturas extremas.  Jamás, según lo expresa A. Canclini (2007), borró de su memoria y de sus afectos a estos pobladores  australes, los yaganes, a pesar de haberse horrorizado cuando en su teoría evolutiva dedujo que eran sus antepasados.

Después de cinco años de compartir con estos “desgraciados”, Charles se sintió avergonzado al profundizar en sus sentimientos, en su bondad, sensibilidad humana y nobleza. Y de aquella lengua, el yagán, que asemejaban los ingleses a las gárgaras de un europeo, pudo evidenciar  que era “infinitamente más rica y expresiva que el Inglés.

¿Y la nariz? Darwin sintió orgullo al verla semejante a la de sus amigos fueguinos Yacana, Jenny, York, con los que compartió tiempo, espacio y corazón. En cuanto al capitán Firz Roy, podemos imaginar que después de aquel bochornoso episodio de la infausta mañana septembrina aprendió su lección: “Jamás sabremos quién está detrás de una nariz”.

                                                                                            Juan Manuel Pérez S.

           Marzo de 2013